sábado, 19 de octubre de 2013

Mi vida sin blog


Hace mucho desde que escribí mi último post. No emplearé la vieja excusa de la falta de tiempo o de energía porque, en mi caso, siempre renuncié a dormir lo suficiente para hacer lo que de verdad me apetecía. Bien es cierto que hice un pequeño parón diagnosticado por mi doctor al inicio de este período. Mi tratamiento consistió en evitar a toda costa hacer cosas pasada la hora de la cena, sobreestimular mi cabeza antes de dormir y agotarme físicamente con alguna actividad que me divirtiera. En cuanto me recuperé del cansancio volví (moderadamente) a las andadas: a dormir poco, sin consumir mi consciencia hasta el derrumbe. Sustituí este blog por el psicoanalista, las series (pocas pero brutales), el vino (evitando en lo posible no convertirme en una nueva Massiel) y la literatura infantil. Intenté, por fin, escribir algo para ser leído más allá de este rincón o burbuja y en este proceso me arrolló el miedo: no bastaba con la imaginación, ni con tener las palabras, no sólo consistía en tener a los personajes, ni siquiera con disponer de la fuerza en su sentido más animal.

He perdido la costumbre de escribir todos los días, incluso en el trabajo como consecuencia del cambio de funciones y de proyectos; pero me he centrado en crear un producto para publicar. Sí, digo producto con pleno conocimiento de su obscenidad y siendo injusta con el resultado: tres cuentos muy diferentes, de los que sinceramente estoy orgullosa y me divierto leyendo, que ansían por convertirse en álbum ilustrado para llenar las estanterías de alguna librería con el ánimo de ser comprado. Creo que esto último va a ser más complicado de lo que pensaba. Pensaba con absoluta ingenuidad que si algo era bueno (porque a ti te lo parece) el reconocimiento llega seguido, sin más. Una especie de ZAS, ya está. Escribes algo en lo que crees, seguro que gusta y ZAS, insisto. Eres el mejor en una entrevista de trabajo (por perfil, trayectoria, conocimiento...) y no hay más de que hablar, ZAS, el puesto es tuyo. Chico conoce a chica, se gustan, todo va bien, ya está, sí, surge el amor. La ecuación parecía sencilla y yo confiaba en que alguno de mis pequeños libritos fuera superventas estas navidades (exagero, pero la parodia me ayuda). Y con lo que me he encontrado es con una realidad bien distinta que he de asumir. Tengo que asumir que tras vencer el miedo, escribir tres relatos (y corregir y corregir y corregir la corrección), ilustrar uno de ellos, empezar a mandarlos a editoriales y que estallen en mi estómago los primeros noes esto aún no ha acabado (o empezado). ¿No querías la bohemia? Pues toma, esto es la bohemia. Me dio por repasar algunas entradas de este olvidado blog. Diré que sí me reconocí en el estilo pero me decepcionó el planteamiento, la falta de coraje a la hora de denunciar ciertas cosas o hablar con franqueza de lo que realmente me importaba. Supongo que este blog sólo nació con la pretensión de soltarme y perder miedo, de empezar a escribir pequeñas historias, pero he percibido la autocoacción en pro de no decepcionar o herir a quienes quiero y me he avergonzado. Fin. Fin de esa historia. Fin de querer hacerlo bien antes que escribir porque sí, fin de querer demostrar o buscar el elogio antes que soltar toda esta mierda que me asola: decepción, cambio de etapa, nuevos sonidos, nuevo foco…  Olvidar la errata, prescindir de la estructura y del oficio… Durante este tiempo he aprendido que para escribir hay que ser valiente en el sentido más amplio de la palabra. No sólo hay que practicar el ejercicio de la escritura, no, también hay que ser honesto con lo que de verdad se quiere contar. Huir de la metáfora, la ambigüedad y la falsa complejidad y convertirse de verdad en un caballero andante, en un Don Quijote “pues casi yaestamos sin savia, sin brote, sin alma, sin vida, sin luz, sin Quijote, sinpiel y sin alas, sin Sancho y sin Dios”. No tener miedo a no gustar u ofender. Ser noble y escribir en conciencia (¡ay, la conciencia!). Creo que me he olvidado de escribir (me da vergüenza hacerlo tras leer a gente tan buena como a algún payaso) pero creo que ya no tengo miedo, que me he asumido. ¿Quién soy? Eso ya no importa tanto mientras sea. Soy Don Quijote y es por eso por lo que quiero apostar aunque pierda todos los dientes. ¿De qué escribir? Tampoco importa tanto que los hechos sean ciertos. ¿Qué es verdad? ¿Qué es justo? Lo único importante es lo necesario. Lo importante, como diría el poeta, es llegar a mi centro. Me he vuelto a apartar, pero sé dónde está. Por eso me presento, por fin. Buenos días a todos, soy Raquel Núñez.

martes, 1 de mayo de 2012

Un roto para un descosido


De NityaYang

Puede ser que no fuera más que una casualidad que, aquella misma mañana, en plena reunión, se le hiciera un tomate en el calcetín por el cual, oscuro, silencioso e incómodo se le colaba el dedo gordo del pie derecho. Y decimos que puede que después de todo se tratara de una simple casualidad porque fue esa misma mañana que de camino al trabajo encontró y recogió aquel pequeño e impoluto calcetín de bebé, a rayitas blancas y rojas, tirado en el suelo del metro, el pequeño y flamante calcetín que le cambiaría la vida.
En el transcurso de la reunión pronto se hizo manifiesta la incomodidad que evidenciaba el comportamiento de nuestro hombre. Su pie derecho se removía dentro del zapato como una lagartija que intenta sacar la cabeza de un embudo. Se puso muy nervioso al sentir cómo su dedo gordo se enfriaba y se dividía en dos partes irreconciliables, una dentro y otra fuera del calcetín. “Si al menos hubiera una mesa de por medio esta situación no resultaría tan violenta en medio de una reunión”, pensó. Su incomodidad fue rápidamente evidente para todos. Primero, para uno de sus compañeros que, no sólo lo miró interrogativo, sino también admonitorio; después, para su jefe don Simón que le lanzó una mirada que lo dejó avergonzado y abatido. Pero fue incapaz de recomponer la postura y de olvidarse de aquel incómodo inquilino en que se había convertido su dedo gordo, que parecía exigirle a gritos, a través de todos los nervios de su cuerpo, un remedio a su situación. Como era de natural tímido, vacilante, poco dado a intervenir en el curso de los acontecimientos, tuvo que reunir todas sus fuerzas para excusarse: “Disculpen, si no les importa debo ir al servicio”. Carcajada generalizada, muecas socarronas, bromas oportunas e ingeniosas –no vamos a negarlo- relativas al tipo de lectura que debería llevarse al baño para no perder el hilo de la reunión… Pese a todo, Don Simón respiró aliviado porque pensaba sinceramente que su chico -aún lo llamaba así después de más de 20 años de leal servicio- estaba dejando en muy mal lugar a la compañía con su manifiesto malestar físico: “Dese prisa, por su propio alivio y el del resto”, manifestó Don Simón con aquella proverbial indulgencia suya. Don Simón hablaba así, ampuloso y artificial para sus concurrencias lo que solía hacer bastante gracia y hasta caer bien.
Triste y humillado por la broma de su jefe y las risitas de los reunidos salió de la sala con un inadvertible cojeo, reuniendo toda la dignidad que le quedaba para abrir la puerta. Pensó con amargura que hubiera sido mejor, más respetable, haber bromeado abierta y públicamente sobre el tomate de su calcetín; una imagen, al fin y al cabo, menos obscena que la que tenían todos en mente ahora de él, sentado en la taza del váter. Así era nuestro protagonista: siempre veía lo conveniente pasados los hechos. Su reflexión y aun su corazón iban un paso por detrás de su vida, una vida en la que se había acomodado ordenadamente el polvo, un acorde, un eterno titular.
Naturalmente, en vez de a los lavabos se encaminó directamente a su despacho, donde dentro del maletín había guardado su pequeño y encantador recién encontrado calcetín de bebé. Su plan: meter el pie como fuera ahí dentro y ponerse encima su calcetín de trabajo corriente, negro, ejecutivo y agujereado. Así, utilizando al pequeño calcetín como parche, no le saldría el dedo como una burbuja y además no se notaría por fuera. La solución parecía perfecta pero pronto, al sacarlo de la cartera y observarlo diminuto entre sus manos, se dio cuenta de que no podría enfundarse ese pequeño calcetín sino a riesgo de reventarlo. Se quedó paralizado extrañamente enternecido por la suerte de ese inocente objeto textil a quien su razón impulsaba a sacrificar en provecho de su propia comodidad. Pronto su mente, siempre dubitativa pero adiestrada durante largos años en los asuntos más prácticos de la vida, comenzó a cavilar: ¿Merecía la pena estallar esa delicada y adorable prenda de bebé por embutir dentro ese huesudo pie adulto suyo? ¿Compensaría su bienestar la destrucción de tan diminuta maravilla? Pero no tenía tiempo para tantos miramientos. La reunión continuaba sin él unas cuantas puertas más allá y casi seguro que estarían todos bromeando con que su tardanza sería debida a motivos no tan insignes como estas, en verdad, adorables meditaciones en que se veía inmerso. “¿Qué más da?, pensó. “Es solo un calcetín. Cualquier tienda de ropa de bebé está repleta de ellos, calcetines idénticos a este, emparejados en estanterías, multitudes de ellos producidos en serie y repartidos por los supermercados”. Se rió de sí mismo, de su absurdo sentimentalismo, y corrió las cortinas para que nadie que pasara lo viera quitándose los calcetines. El tiempo apremiaba así que se descalzó sin miramientos y arrancó la causa de su sufrimiento con tal decisión que se le escapó un animoso “ole”. Notó cómo su pie desnudo recobraba su forma y consistencia. Tiró el calcetín viejo al suelo, cogió el pequeño calcetín por su apertura y, con toda la fuerza de sus pulgares, lo estiró hasta casi hacerse daño. El calcetín resistía, era pequeño pero muy fuerte el cabrón, y por más que lo estiraba no conseguía ni la mitad del diámetro necesario para meter dentro el pie. Redobló sus esfuerzos: con su pie desnudo apoyado sobre la rodilla contraria acercaba el orificio del diminuto calcetín mientras, casi congestionado, apretaba y guturalmente acompañaba sus dedos dentro de la prenda. Debía de estar haciendo más ruido del que imaginaba porque, desde la sala de reuniones, escuchó algunas risas y comentarios relativos a “su sufrimiento” y, pensándolo bien, cierta analogía existía entre sus “esfuerzos”. Paró. Fue entonces cuando… “Snif, snif”. ¿Un sollozo? Sí, le pareció oír un sollozo que provenía de… ¿el calcetín de bebé? Lo soltó con un respingo. Un poco asustado, descartando tal posibilidad inmediatamente, achacó la confusión a uno de esos feos silbidos pulmonares que padecía a veces. Así que lo recogió y siguió estirándolo con todas sus fuerzas y de nuevo oyó el gemido, esta vez nítido, como el llanto de un niño que, inequívocamente, salía del pequeño y tierno calcetín ¿bebé? El quejido, ya evidente, primero lo paralizó, después lo asustó y luego, como cualquiera imaginará, lo mantuvo durante un buen rato ocupado en la ardua tarea de elaborar un razonamiento cabal para tan a todas luces misterioso suceso. Y por lo tanto, como no podía engañarse acerca de sus sentidos, como sabía que había oído el llanto del calcetín, algo físicamente imposible, la única explicación alternativa que le quedaba era asumir que se había vuelto loco. ¿Significaría su paranoia, su esquizofrenia o lo que fuera aquello un vuelco trágico en su vida? Esperaba que se tratara solamente de un brote o algo así, que fuera algo pasajero, o como mucho esporádico, que se le pasara pronto para olvidarlo y no acabar en un centro psiquiátrico o señalado por el vecindario –cosa que le desagradaba casi más–, pero no tuvo ninguna duda de que, en mayor o menor grado, se había vuelto loco. Para no dejar rastro de su locura volvió a guardar al pequeño en su maletín de trabajo con cierto mimo y, un poco amargado por la reciente revelación, regresó a la sala donde se celebraba la reunión. Había pasado casi media hora. El efecto que su entrada produjo entre los reunidos fue prácticamente nulo. Don Simón y otros discutían acaloradamente y ni siquiera hicieron un gesto cuando saludó al sentarse. Uno de sus compañeros y uno de los visitantes, que parecían mantenerse al margen del asunto de la discordia, hicieron el amago de levantar una simpática ceja al verle pero pronto recobraron su rigidez. Ni siquiera le hicieron un gesto de broma por su retraso en el baño por lo que el asunto debía ser serio –o él menos importante como para acaparar la atención–. Se sentó y allí pasó un buen rato meditativo, sin escuchar, profundamente ajeno a cuanto le rodeaba y valorando si sería esquizofrenia o paranoia porque, aunque no sabía mucho del tema, sí tenía claro que lo suyo no era ni psicosis ni neurosis.
El vozarrón de Don Simón lo sacudió y sacó de su ensimismamiento cuando este se volvió, liquidado el punto que habían tratado, y quizá para relajar tensiones con los clientes se dirigió a él en tono irónico: “Pero hombre, buenos días. Es evidente que le está costando hoy llegar al trabajo. Espero que haya tenido además el tiempo necesario para lo suyo, le esperábamos ansiosos”. Su recién conocida enfermedad –pese a no haber esclarecido aún su tipología– lo envalentonó y nuestro hombre se cruzó de piernas y lo miró tranquilo, sin más réplica. Para alguien como Don Simón, acostumbrado a mandar y atemorizar con su vehemencia, aquel gesto era una desfachatez, una impertinencia y un desafío. Todos en la reunión juzgaron esa imperturbable pose del empleado como una provocación ante la que el jefe debía responder para hacer valer su mando: “No sé qué negocios se ha traído usted en el váter, pero quizá le interese saber  que se ha dejado allí un calcetín”. Todos prorrumpieron en una olímpica carcajada al ver el tobillo desnudo de nuestro héroe y fue cuando este, avergonzado más que si la sala hubiera sido partícipe de su trastorno, se dio cuenta de que siempre huía de las necesidades vitales, de las responsabilidades emocionales. Siempre llegaría puntual a la oficina, recogería la goma de borrar que quedara sobre su mesa, plancharía los cuellos de las camisas, iría por las tardes a ver la novela con su madre… siempre sería un soldado entrenado para obedecer sin rechistar pero nunca asumiría libremente la responsabilidad de poner en sus manos la voluntad de otro. Y ahora que tenía la oportunidad de cuidar y mimar a un ser indefenso, de dotar a su propia vida de consistencia, riego y rumbo prefería tomarse por loco y correr asustado como un niño. ¡No, otra vez no! Así que tragó saliva, miró a Don Simón a los ojos, por primera vez en años, y rompió su irritante silencio levantándose cual ilustre hidalgo y señalando a los presentes: “Don Simón, colegas… Los abandono por menesteres más nobles. Un pequeño calcetín llora desconsoladamente en mi despacho y necesita mi atención. Un bebé calcetín, para ser exactos”. Y, ante el murmullo socarrón del grupo y la mirada atónita de su jefe, recogió tan solo su maletín de su cubículo y se fue.
Salió a la calle y se sintió vivificado, bendecido por la existencia. El mundo fuera de la oficina se había convertido en un lugar lleno de posibilidades. Sacó del maletín al chiquitín y lo puso en la palma de su mano: “No llores más, yo te ayudaré a buscar a tu mamá”, susurró nuestro hombre al calcetín recién nacido mientras lo mecía para que se tranquilizara, al fin y al cabo, después de haberlo querido ahogar con su pie, tenía que ganarse de nuevo su confianza. Tenía mucho que hacer, sí. Pero ¿por dónde empezar a buscar? ¿Cuánto le llevaría? Y mientras aparecía la mamá del bebé, ¿qué le daría de comer? ¿Y si lloraba de  nuevo y lo escuchaban los calcetines de las tiendas de la franquicia Calcetón, pensarían que lo habría secuestrado? De repente, se le ocurrió una idea genial: pondría un anuncio en el periódico y pegaría carteles por todo el vecindario con una foto del precioso calcetín. Sí, eso haría. Ni corto ni perezoso, ubicó al pequeño en un banco y empezó a hacerle fotos con el móvil. Lo tomó en diferentes poses y desde distintas perspectivas porque, como él mismo apreció, la separación de sus rayitas rojas sobre su textura blanca le daba una personalidad que le diferenciaba del resto de calcetines. El bebé parecía encantado e incluso se lo veía algo más colorado que cuando lo encontró aquella mañana.
Tras colocar carteles en cada árbol que encontró a su paso con el anuncio que elaboró en apenas unas horas acudió al punto de la red de Metro donde había recogido al calcetín esa mañana, y se sentó allí a esperar. Era digno de ver: un hombre impecablemente vestido de traje gris con corbata a rayas y zapatos caros, con un maletín de cuero, todo a juego, sentado en el pasillo del Metro acariciando a un pequeño calcetín y cuchicheándole cosas con dulzura. La gente pasaba y se lo quedaba mirando conmovida; otros, más asustadizos, guardaban cierta distancia al cruzar el andén. También hubo algún desgraciado que, con mala uva, se quitó su calcetín y se lo tiró a la cara llamándolo “pervertido”. Pero nuestro héroe no se inmutó. Tampoco sentía hambre ni frío, ni sed ni calor. El día pasó, se escucharon alejarse los pasos de los últimos viajeros y allí no acudió nadie a buscar al pequeño. Pero no le importó ni le desalentó. Mantuvo su sonrisa de idiota –la que se le quedó tras abandonar victorioso la sala de reuniones- hasta que, entumecido, tuvo que levantarse de su asiento cuando un guardia de seguridad acudió a echarlo.
Salió a la calle de noche y aspiró el cielo místico y nocturno. Su felicidad era rotunda: había encontrado un motivo por el cual luchar, alguien de quien cuidar y alguien a quien esperar. No se podía pedir más a la vida: amor y aventura. Vagó por la ciudad bajo las estrellas confiando en que el azar pondría en su camino a la mamá del pequeño calcetín, que lo estaría buscando.
No fue hasta llegar a su casa, haciéndose de día, que terminó el sueño de nuestro noble Don Quijote. En la puerta del portal le esperaba una pareja de policías a quienes había enviado su jefe y algunos vecinos porque “mantenía un comportamiento sospechososo”. Con mucha amabilidad le preguntaron su nombre y departieron con él durante un rato. Después le pidieron que él y su pequeño calcetín los acompañaran a la comisaría. Y allí esperó hasta media mañana donde un psiquiatra lo examinó desde el otro lado de una infinita mesa blanca. Lo escuchó enternecido, valoró su estado y lo envió a una institución. Fue entonces cuando nuestro héroe supo que efectivamente estaba loco, que el grado de su trastorno  era algo bastante grave, que necesitaba tratamiento y que no había en el mundo pequeños calcetines bebé que sollozasen. Y una vez más se sometió sin mirar a los ojos, sin rechistar, sin asumir sus necesidades emocionales y poniendo su voluntad en las manos de otro. Dicen que, al cabo de un tiempo, se curó del todo y acabó tirando sin compasión el pequeño calcetín a una papelera.
La misma madrugada de su detención, otro calcetín ya viejo, ejecutivo y roto por el dedo gordo del pie fue encontrado por la señora de la limpieza tirado sobre la moqueta de un despacho. La señora lo recogió de mala gana y maldiciendo lo tiró también a la basura.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Manifestación

Espero que te levantes y salgas a dar una vuelta porque hoy hay una manifestación de hojas secas por el Paseo del Prado. Olvidé mi cámara de fotos. Podrías ser mi reportera y tomar algunas instantáneas para inmortalizar tan magno evento. Por fin una sublevación justa. Por fin un alboroto hermoso. Por fin.


Stéfano Obregón

domingo, 25 de septiembre de 2011

Causa-Efecto

Def. AMOR: 1. m. Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser.
Def. bioquímica de ENAMORARSE: se trata de un proceso que se inicia en la corteza cerebral, pasa al sistema endocrino y se transforma en respuestas fisiológicas y cambios químicos ocasionados en el hipotálamo mediante la segregación de dopamina.
Causa-efecto: estado emocional cuya manifestación queda evidenciada en el mismo momento en el que escribimos el nombre de la persona amada en cristales.


Síntomas:

Levantó el grifo y el agua empezó a reptar por la cañería del edificio, por la goma del grifo y tardó segundos infinitos en brotar a borbotones, liberada de su confinamiento, por la alcachofa de la ducha. Sujetaba el mango con una mano, retirado de su cuerpo, para evitar la sorpresa de la temperatura. Demasiado caliente. Demasiado fría. Demasiado, en cualquier caso. El agua hizo anillos postizos alrededor de los dedos de ambos pies, tan blancos como la propia bañera, y su cabeza se inundó de un fuego cruzado de pensamientos. De pensamientos emotivos y complejos en contraposición a los parcos y casuales. De noes (no es); de “me gustas, pero”. De por qué no ella.

Recordó el motivo de ese agua: una simple ducha para asearse, secarse, vestirse, disfrazarse, salir. Se acordó de su ahora: insinuarse a cualquier mujer que tuviera una expectativa romántica. Bebía de sus frustraciones para regar su ego, sentirse más fuerte y así olvidar que, más allá del verbo, no era más que un cobarde.

Los No y el champú le cubrieron la cabeza: NO porque ella era demasiado mucho o demasiado nada; NO porque era… o porque NO era…; NO porque él buscaba… Y los noes no eran más que la representación de su propia imposibilidad de acercarse a ella ‘desnudo’, como en ese momento, por si el que era un NO era él para ella.

Agua. El jabón se resbalaba por sus muslos y se atragantaba por el desagüe. La ducha hervía, borboteaba y él se asfixiaba… Y recostado sobre los azulejos de la pared, respirando vaho, pensando en ella, evidenció que le gustaba esa falta de discreción en su forma de pasear por la calle; que le abrumaba esa pasión desdentada de rogarle un beso; que le gustaba su carita ovalada demasiado para ‘ser’ pero perfecta para besar. Y en medio de ese neblina desinfectante se la imaginó sobre la cama, desnuda, encorvada; sí, perfecta para besar. La imaginó más allá de la piel, del espacio tiempo… Se la imaginó a susurros entonando otro nombre, uno que ya no era el suyo…

“Si quieres podemos ser sólo amigos”, recordó de repente. Le quebró el recuerdo y ese ‘sólo’ lo abrasó, lo engulló como un pedazo de carne pasada.

Sólo versus Demasiado. Touché.

Cerró el grifo antes de morir en esa parrilla. Cogió la toalla y se secó desesperado tratando de arrancar esos pensamientos que amenazaban su mundo de noes. Poco a poco fue recobrando la tranquilidad… Se miró en el espejo y sí, estaba ahí… Sonrió. Hasta que vio reflejada la mampara de la ducha. Allí había algo escrito. Se giró y horrorizado vio una pizarra improvisada con tan sólo una palabra. Con una caligrafía escurridiza había escrito con su propio dedo su nombre, sólo el de ella. Y sintió pánico, un frío polar, no al descubrirse “sin mí, sin vos y sin Dios”, sino ante la evidencia absoluta de que después de tantos demasiado sólo la quería a ella.

Nota de autor:

* 2:00 de la mañana. Esta historia es una mierda, un delirio infernal construido con conjunciones y tres imágenes de lo más simples. No tiene ritmo, es más de lo mismo. 2:00 de la mañana y no he conseguido arrancarme este halo de tristeza, de ‘kischtreza’. No voy a repasar, no voy a releer. No voy a ducharme. Esta historia es una mierda y soy incapaz de darle una vuelta. Y soy incapaz por un solo motivo: la que escribe en cristales sólo soy yo.

martes, 20 de septiembre de 2011

Porque la belleza es necesaria

NityaYang

Propongo mi cabeza atormentada

por la sed y la tumba. Yo quería

despedir un sonido de alegría;

quizá sueno a materia desollada.

Me justifico en el dolor. No hay nada;

yo no encuentro en mis huesos cobardía.

En mi canto se invierte la agonía;

es un caso de luz incorporada.

Propongo mi cabeza por si hubiera

necesidad de soportar un rayo.

No hablo por mí solo. Digo, juro

que la belleza es necesaria. Muera

lo que deba morir; lo que me callo.


No toques, Dios, mi corazón impuro.

De Antonio Gamoneda


jueves, 23 de junio de 2011

Perdón... ¡pieza!

Sólo hay dos cosas importantes a tener en cuenta si se quiere jugar al ajedrez. La primera: en el ajedrez no se mueven fichas, sino piezas. La segunda idea que se ha de tener presente es que hay dos escuelas del ajedrez y esto es así desde hace siglos.

Algunos se enfrentan a la partida con una precisión matemática, como si ésta fuera un enorme artilugio en el que todo lo que va a acontecer puede preveerse y controlarse lógicamente. Porque la lógica domina a la pasión y es así como uno puede adelantarse ocho o 10 movimientos a su adversario de tal modo que, inevitablemente, ganará. Los rusos son un poco así. Los Kaspárov y Kárpov pertenecen a esta escuela.

Luego están los que ven el ajedrez sintéticamente, los que intuyen la partida, la sienten ahí agazapada, sutil y mortal. De pronto ven la intención de por dónde quiere llevarlo el otro y se desmarcan haciendo movimientos inesperados que cambian por completo el mapa estratégico dibujado a priori por su adversario. Esto es el ajedrez-arte (creo que lo llaman así) y da lugar a partidas espectaculares, históricas, aunque no es tan habitual que ganen como los de la escuela analítica rusa. Los indios juegan así; también Bobby Fischer.

Si se piensa, el ajedrez es un poco como la vida misma. Los hay ‘campeadores’ (Juan Ramón) que saben planificar una vida a la medida. Otros van intentando hacer algo bonito, con más menos arte, no siempre con éxito pero siempre guiados por la excitación de lo espontáneo. Esa es la grandeza del ajedrez, de la vida.

Rodrigo jugaba al ajedrez pero no era tan bueno para atribuirle cualidades propias de una u otro escuela. Se limitaba a intentar ganar puteando a su oponente, sacarle de quicio, de sus casillas. No fumaba y lo hacía en momentos cruciales de la partida con la intención de crear una atmósfera oscura, al igual que se aparece una música perturbadora en las pelis de cine negro. Apuraba sus tiempos, ronzando la desesperación de su contrincante, aunque tuviera claro el movimiento de antemano. Le gustaba mirar al otro, ver en sus ojos esa mezcla de expectación y de “qué coño está haciendo este tío”. Sí, tenía una forma de jugar atroz. Cortázar odiaba el ajedrez precisamente por este tipo de cosas. Lo veía calculador y malvado, una pésima escuela de vida. Rodrigo, en cambio, no sabía jugar de otra forma. Empezó a sus treinta y tantos. Empezó como empezamos un poco todos: por una chica. Le gustaba esa chica y la única forma que se le ocurrió de conquistarla fue ganarla en su propio terreno. Lo intentó un par de veces; fracasó estrepitosamente en muy pocos movimientos. Esperó que ella moviera ficha (perdón, ‘pieza’) sin haber percibido tan siquiera que había perdido hacía ya un tiempo.

Sí, el ajedrez es un poco como la vida. Y hay que tener en cuenta sólo dos cosas si se quiere jugar.





* Por cierto, yo no sé jugar al ajedrez.

martes, 17 de mayo de 2011

Melancolía, de Rubén Darío


Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía.
Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas.
Voy bajo tempestades y tormentas
ciego de sueño y loco de armonía.

Ése es mi mal. Soñar. La poesía
es la camisa férrea de mil puntas cruentas
que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas
dejan caer las gotas de mi melancolía.

Y así voy, ciego y loco, por este mundo amargo;
a veces me parece que el camino es muy largo,
y a veces que es muy corto...

Y en este titubeo de aliento y agonía,
cargo lleno de penas lo que apenas soporto.
¿No oyes caer las gotas de mi melancolía?

martes, 8 de marzo de 2011

Goodbye, my little

Querida, dos puntos:

Siento escribirte para decirte que no quiero hablar contigo. No sólo hoy; tampoco mañana, ni al otro, ni dentro de dos semanas, un mes, nunca. Saltará el contestador y sólo oirás un mensaje impersonal del cuál mi voz será protagonista. Lo siento, pequeña, pero no voy a volver. He tomado la firme determinación de ser menos piel y ser más aire. Y ahora, que logro enfocar bajando la velocidad, me doy cuenta de que mentías, de que abrazabas demasiado fuerte, de que me ahogabas. Quiero cariño, quiero respecto, quiero ser una cometa que vuele alto. Y tú pesas, niña. Indefensa, temblorosa, sutil… pero pesas. Has dibujado surcos, ondas, susurros, has mojado mi almohada… Lo he intentado, lo he intentado, sí, pero no puedo cambiar. ¿Puedes tú? Es la hora de “dejarnos de ver”, de buscar en otro lugar. Es hora de ver las estrellas, la luna brilla. Es hora de posar desnuda ante unos ojos distintos a los tuyos, es hora de salir y beberme las calles. Es hora de que te quedes en casa, en la tuya. El principio de esta historia es el final de la nuestra. Y así me despido, cariño. Así me despido de ti.

Sin un beso.

Con un pestañeo fugaz.

Goodbye, my littte tear.



(Dedicado a Igel: gracias por recordarme qué cosas me hacen moverme)
* El texto recoge algunas citas de canciones de Standstill.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Redecorando mi vida

The Move, Paper Animation from Mandy Smith on Vimeo.

Así estoy yo, de mudanza en todas las facetas de mi vida.

Las mudanzas son, sin duda, un rompecabezas, un derroche de energía que culmina con un montón de cajas amontonadas en un nuevo lugar... Estaba horrorizada ante tal desorden sin tener mi ropa localizada, mis papeles de colores a buen recaudo, mis fotos visibles, mis cajitas de colores en sus cajones y mis libros especiales separados del resto...

Pero, tal vez es un buen momento para tirar las cosas que no uso o necesito, para darles un nuevo espacio, orden, importancia...

Y es que todo parece revuelto pero tal vez es la oportunidad de colocarlo.

Y es que estoy convencida de que este es el tiempo de lo presente, un mundo lleno de infinitas posibilidades ;)

¡Feliz año nuevo!


lunes, 8 de noviembre de 2010

domingo, 7 de noviembre de 2010

Si necesitas dormir


De pequeña los escuchaba siempre que estaba enferma. Aun hoy los escucho, y sin termómetro. Espero que os guste...

(Al señor Acosta: algún día se lo doblaré con mi voz, "palabra")

martes, 21 de septiembre de 2010

A 270km/h

Foto: M.Prieto

Su ruta se está calculando.

Salida desde Calle Suspiro 25. Continúe durante 65 metros hasta…


Apago la radio. Cojo el volante con las dos manos. Uñas rojas. Labios rojos. Corazón rojo.

Pongo el pie en el acelerador…


A 20 metros gire a la derecha…


Y…

El respaldo de mi asiento absorbe mi espalda como si fuera velcro las calles comienzan a dibujarse fugaces y Madrid es una calcomanía que suena a caracola no hay más marchas en mis manos y a mí aún me quedan tres más por echar (1 respiro, 2 me abro, 3 grito) mi columna hace de dique entre mí y el yo un rugido un eco sordo la velocidad echa sonido…


Curva a 20 metros


Y mi cuerpo entre mis manos sin el peinado ni el look cool con bragas de algodón qué ordinariez pero esa música suena bien y soy un grito a punto de estallar tú ella todos nadie alguien Estelas todo son estelas radiografías de vida proyectadas por el sol y corro yo corro y zigzagueo entre el ayer y ese eterno despertar sin estirar y yo acelero acelero (y juro que no llevo a Estopa, dios me libre, por Dos) y grito y gritaré por oírme y no necesito decir tacos (puta, zorra sin peinar) y me río a 200 km/h murmurando la niñería culo pene escroto y el volante entre mis manos es triangular pero no tiembla no se esfuma no parpadea Es el tú corpóreo capaz y con las ventanas cerradas escucho cómo rasuro la ciudad en pleno destello neutrex color (perdón, marcas no)


Todo recto, a 100 metros túnel.


Me perdí en mi universo de un par de planetas y millones de órbitas pero acelero acelero mientras entro de lleno en ese túnel porque me van los agujeros negros y sólo escucho el rugido del motor la compresión y mis oídos escarchados que suspiran por ese centrifugado pero no me seques que yo soy agua o mejor talco talco que se esfuma entre los dedos y se muere por los besos canallas a 213 a 240 a 250 y luz todo es luz y la lavadora sigue en ‘on’ que suerte sísísí corre corre corre sigo corriendo y no me importa llegar te lo advierto es sólo que me gusta la sensación de la velocidad en mi cuerpo en mi paladar masticando el sonido…


No me importa el destino final, Tom ¿o eres Tom? No he parado…. Sólo cojo aire para decirte, gritarte, asegurarte que he cogido la dirección adecuada. A 270 km/h.

sábado, 31 de julio de 2010

(Del Latín, eo, de Ego)


Sí. Ésta.
Ésta soy yo. Con y sin tilde.
Azúcar o sacarina, pero siempre blanca.
Siempre desnuda.
Enamorada de la luna y sonámbula bajo el sol.
Mi sol.
Que a veces está constipado.
Estornuda y se nubla.
Pero ésta soy yo.

La que llora y te grita.
(A ti)
La que te grita y te besa.
(Sin ti)
La que se deja mojar por la lluvia.

…….
…………
Por esa gota,

y por esa otra…

¡Y también por esa!

Me mojan, sí, pero yo me las bebo.
Mi piel brilla.
Mi boca rezuma.
Mi tripa tiembla.
Pero ésta soy yo.
Sonrisa escalena,
electrocardiograma de un gemido,
fuego de sabor canela.

Sí. Ésta soy yo.
Capaz, trémula, sobresaliente.
Un bocado perfecto sin atar por un palillo.
Sí. Ésta.
Absurda.
Tierra de nadie.
Paréntesis morfosintáctico.
Una onda en el agua
Que se disipa como los charcos.
Ésta.
Con y sin foco,
Bajando la escalera (a lo Swanson).
Ésta soy yo.
Más verbo que pronombre.
Ésta, a color, soy yo.

miércoles, 28 de julio de 2010

Reflexiones en Ágata

“Las cosas no son lo que parecen pero tampoco son de otro modo”. Lankavatara Sutra

miércoles, 14 de julio de 2010

Mi ciudad sobrevivirá

En la cafetería, con mis dos sobres de sacarina a punto; en el pupitre de al lado, con goma de borrar, uniforme y coleta (nunca ví un corazón tan rojo); en la sexta y en la octava de Paseo de Recoletos (con pluma o pincel); en El Bosque, frente a los lobos y dando vueltas por la pista de atletismo o reposando la comida en el Paseo de los Pinos (con C); en el norte, en el sur, en el este y en el oste, con y sin sol (nunca se me dio bien la geografía pero a mí ella me trata demasiado bien); entre libros de jurisprudencia (quién lo diría); en un vaso de te, comiendo chocolate, te encontré; entre ceros y unos, y siempre (gracias a “mi dios”) sin domesticar; en nuestros pasos de cebra, con capa y sin sombrero (ole!); en un titular, un lead y un sumario (¿Dónde estaba el origen del mundo?); en el sonido de un ‘clic’ y el roce de una caricia; en cada petonet que me llega, esté donde esté; deambulando por Hernán Cortés o merendando en Lavapiés, con libreta en mano; en mi bandeja de entrada, con apellido; en este blog, en éste; en el Jardín Secreto, con una tarta de queso con cobertura de galleta; en mí y de vos; en una carretera zigzagueante (más que el motor, tu voz); en el chino guarro de Plaza de España (las empanadillas, imprescindibles); en el concierto de Jon Boy, en la Comedia o en El Penta; en esa ola que ha llegado a Madrid y la lame como si fuera de turrón…

Paseo por Madrid. Dicen que hace calor. Dicen que hay crisis (aunque ahora nadie lo recuerde tras el partido) y que siempre está en obras. Llevaba un tiempo dentro de un remolino que me zambullía cada día más y más al fondo… Sin entender mis domingos y con miedo a mis lunes.

Y recuerdo y recuento a todos los seres maravillosos a los que he conocido… (a vosotros)… y pienso en la suerte que tengo, en el privilegio, de encontrar a personas tan llenas de luz, tan llenas de aire, tan llenas.

Y mi ciudad, la mía, sobrevivirá gracias a ellos.




Pd: Hoy estuve haciendo fotos gracias a vosotros y por vosotros. Gracias, de verdad!

domingo, 9 de mayo de 2010

Nitya quemó su apellido

Barajas, 1999.
Ese era el primer año que sus padres no la mandaban a una familia extranjera para repasar sus conocimientos en la lengua inglesa. Visitaba el aeropuerto para dejar en él a su hermana pequeña y, por primera vez, se alegraba de no ser ella. Madrid se abría ante sus pies, sus coletas zigzagueaban, su risa parpadeaba; tenía todo un verano por delante para ‘experimentar’: para tener su habitación solo para ella, para poder estar en el ordenador hasta la hora que quisiera, para poder dejar la ventana entreabierta y que las cortinas le besaran la cara, para poder leer en la cama y no tener que hacerlo con la tenue luz de las farolas asomada al poyete de su cuarto…
… Para poder invitarle a dormir la siesta, a dormir de noche con ella, para poder cocinar para él y tirarse en el sofá acariciándole el pelo…
Carrito, maletas, lloro de mamá, “tráeme un bocata de jamón cuando vuelva”, “no me cojas nada de ropa en mi ausencia” —decía su hermana—, y mientras ella deambulaba por las paredes del aeropuerto tocándolo todo con sus ojos.
“Alrededor de tu piel ato y desato la mía” (Miguel Hernández), rezaba escrito en relieve en una de las paredes de la T2. Y, ¡zas! Le arrasó la mente. Sonaba hermoso, sonaba a piel… No quería olvidarlo. Cogió una tarjetita de papel del mostrador donde su hermana facturaba; una de esas donde se ponen los datos del viajero y rellenó, en medio de nombre/dirección/población/ciudad/país/número de contacto… esa frase.
Era virgen. Aún no sabía qué significaba exactamente estar enredada en alguien. Entendió que era amarse en una maraña, entrelazadamente donde no se sabe dónde empieza el uno y dónde acaba el otro. El Yin y el Yang unidos, atados, buscándose eternamente, respirándose.
Y él le hizo abrir las piernas con susurros y bebía de ella muerto de sed. Y ella sentía que él era mar cuando lo tenía dentro y la mecía. Y él marcó todas las páginas de 100 libros con aquel marcapáginas improvisado donde rezaba profanamente un nombre/dirección/población/“Alrededor de tu piel ato y desato la mía” ciudad/país/número de contacto…
Y ella
tatuó 100 pliegues de su piel con un tatuaje, con las huellas de sus manos agarrándola cuando la penetraba, cuando le susurraba, cuando la hacía sentir que el amor estaba en su piel.
Y él tuvo que memorizar la página del libro que leía antes de cerrarlo porque el marcapáginas empezó a romperse y prefirió pegarlo a la pared de su cuarto, con dos chinchetas plateadas. Y esa frase venía a representar todas las historias de amor del mundo.
Y ella…
Y él…


Barajas, 2010. T4.
Aterriza. Lleva una maleta pequeña, traje chaqueta, un maletín burdeos y tacones, muy altos. Su pelo, media melena, flirtea con sus hombros. Los pasajeros del vuelo buscan con la mirada dónde está el aseo, dónde está la zona reservada a fumadores, donde está su móvil para hacer la llamada de rigor, dónde están ellos mismos… Ella no busca. Repasa con su mirada la nueva terminal y ¡zas! A la derecha, años después, aquel mismo texto grabado en relieve. “Alrededor de tu piel ato y…”. Con vehemencia, con sinceridad, con respeto y arañándole el pecho susurró: “Ojala te ates y te ahogues con todos y cada uno de los nudos de tu cuerda; ojala te pierdas en la maraña que tejiste; ojala no vuelvas a soñar y ojala te hagas pajas toda la vida con tus comics manga”.

Y con su maleta, con sus tacones, con sus treinta años y su piel, sólo suya, salió del aeropuerto cerrando la página de ese libro, esta vez sin marcapáginas.




domingo, 25 de abril de 2010

Lexatín, prospecto

Primera cápsula_

Concierto acústico. Sin sutilezas, a codazo limpio, gana posiciones para situarse en la primera línea, donde ya poco le importa que se la lleve una marea de histéricas fans o de litros de cerveza. Con su móvil en mano espera aquélla melodía que dedicar a la letra B de su listín telefónico (por ejemplo). ¡Esa! Esa se la sabe de cabo a rabo —y si no, se la inventa—. Se emociona porque definitivamente esa es su preferida, porque en algún momento de su vida comió el bocado más casuístico mientras la escuchaba o hizo el amor con algún pretérito perfecto (simple) que la arrancó el nombre... Y sonaba justo ese fragmento... ¡Justo ese! Y los focos la vuelven loca porque no sabe si todo es mentira o es la verdad más infinita que ha musitado su voz mientras un alo de luz apunta directamente sobre sus ojos cegándola (ahora es cuando llega el estribillo de la canción de, sin duda, su preferida tres).


Aplaude y aplaude, y vuelve a aplaudir, y cumple con todos los clichés del "Bis" y del "Rebis".


Y "¡Oh! Ha estado genial! o "en el concierto que dieron en la Sala Sol esta versión fue mucho más íntima". Y la marea baja.


Y sólo queda espuma.

Y, poco a poco, el sonido de los acordes de la última melodía se va diluyendo en sus oídos.

Y se queda vacía, sin ritmo.

Y se pregunta... "¿Y ahora qué?”


Segunda cápsula (antes de dormir)_

Cita a ciegas. Segura de sí misma, con medias y camisa blanca de caballero, abre la puerta de casa. “Te imaginaba más alto… ¡Entra!” Camina por el pasillo con naturalidad, con excitante candor, con una indiferencia conjuntiva que provoca que él la siga, abandonado. En su habitación, le invita a sentarse en una silla. Ella se siente/a en la cama con las piernas cruzadas. No le gusta, o sí. No sabe por qué le ha invitado, no sabe qué quiere de él. No sabe si vestirse, si ser irreverente, si salir volando, si ver el órdago… Y suena en la cadena de música Alone, de Blues Traveler y… es en la eternidad de esos próximos cinco segundos donde recuerda qué necesita.
[Paneo, cámara que enfoca al suelo… Una media cae, una camiseta verde a rayas sepulta a la delicada media, una camisa blanca la acompaña… fundido a negro].
Se entierra bajo él (un pronombre). Juega a ser la ‘mejor’ con sus labios, con sus manos, con la yema de sus dedos… La besan entera, la desean a manos llenas (como la otra noche). Ella escucha sus propios gemidos mientras recuerda [qué mala memoria, quema la memoria]… Y recuenta mentalmente con cada embestida su olor, su sabor, su su-su. Y grita, se arranca, se ahoga en su propia marea. Y ya le ama [“Te amo”, susurra]. Y con amor le pide que se beba todos sus orgasmos.
... Se duerme…
Él la abraza como si fuera purpurina.
Sonríe.
Él quiere…
Y se duerme.
Por fin duerme.



Tercera cápsula_
Día de diario . Se levanta taciturna. Ha apagado la alarma del móvil diez veces. Tiene que cambiar esa melodía, le ha perdido el respeto por completo. Vuelve a cerrar los ojos por si encuentra ráfagas del último sueño con el que despuntaba el día, o por regocijarse en esa frase que él le dijo justo antes de acostarse… Sonríe recordándola, parafraseándola, pero son las 08:20 de la mañana, tiene que ir a trabajar y la frase… se…. la… está….llevando…. el ….aire. Se levanta sin ganas, sin ánimo. Se ducha sin moverse dejándose empapar como si fuera una magdalena en leche. Se seca, se viste. No se peina. Se pone un café hasta arriba y coge la caja de pastillas. Saca una tableta y desprende una de las cápsulas del resto. La mira. Este es el 430 día que la toma en un esfuerzo por intentar bajar el ritmo, en acostumbrase a que su vida pase suave sin la necesidad tóxica de vivir a 200 revoluciones para que éste merezca la pena. Blanca/Roja. La mira y se le antoja pequeña, inofensiva, comprensiva, inocua y cierta. Levedad/Gravedad. Se mira y se piensa absurda por bella, vulnerable e impaciente. Coge su agenda y escribe, no quiere olvidarlo: “por bella”.
Se acabó el mundo del lexatín: de mendigar abrazos, de necesitar halagos no hechos por uno mismo, de los cambios radicales de pelo como subidón adrenalítico, de los chateos intempestivos, de cruzar el paso de cebra en rojo (y la propia vida). Se acabó lo de beber recuerdos, como si fueran chupitos de vodka, para aplacar las penas. Se acabó lo de dormir cuatro horas al día ansiosa por devorar el último bocado. Se acabó mi réquiem por un sueño. Se acabó la lucha de gigantes.

Buenos días. Hoy he dormido bien. Sin ti.

jueves, 11 de marzo de 2010

Ser



"No se es de un lugar porque en él se haya nacido, sino porque en él se haya quedado prendida la mirada”, Alvaro Siza, arquitecto

domingo, 24 de enero de 2010

El chorro caótico

Algunos movimientos son impredecibles.
Si abrimos un poco el grifo las gotas caen con regularidad.
Este patrón ordenado se destruye cuando aumentamos el caudal del agua.




7:30 de la mañana. Apaga el despertador instintivamente. Musita un bostezo que se queda colgado en el cabecero de la cama. Se incorpora y se queda sentado en el borde de ésta 1, 2, 3, 4, 5, 6… y 7 segundos. Siempre, 7 segundos.
Respira y, sin resignación, por fin se levanta con cuidado de no despertarla.
Se lava la cara. Se desnuda. Orina. Tira de la cadena. No baja la tapa del váter. Se mira al espejo. Se acaricia la cara para evaluar si afeitarse o no. “Puedo aguantar dos días más”, se dice.
Se ducha con agua tibia. Se seca de arriba abajo, siempre, empezando por el pelo hasta terminar en los pies. Entra en su cuarto en pelotas. Le gusta estar desnudo recién duchado. Mira por la ventana, siempre. Vuelve al baño, se lava los dientes, los oídos, se perfuma –la elección de un perfume diferente es la única pauta que rompe su rutina- “Armani Code” hoy será su sello.
Ropa, zapatos, reloj… todo cuidadosamente preparado el día anterior, siempre. Hoy se pondrá chinos beige, camisa blanca, zapatos marrones de punta, cinturón a juego con los zapatos. Se seca el pelo, se peina y se mira al espejo percibiendo que se está haciendo mayor: le falta frescura y le mata ver esas entradas. “Mala suerte, tendré que hacer algo con la caída del cabello”, se dice,
siempre.
Vuelve a la habitación y se inclina sobre ella para darle un beso. “Qué bien hueles hoy… como todos los días”, se dice a sí misma medio despierta. “Que tengas un buen día, pequeña”.

Baja las escaleras y, en la cocina, coge llaves, móvil, tabaco, pañuelos… Se pone un café cortado y se sienta en un taburete junto a la mesa. Empieza a evidenciar que hoy tendrá un día intenso y que ha de darse prisa.

Llega a la oficina. Cuelga su abrigo, enciende el ordenador y mientras éste obedece se pone el segundo café de la mañana.
Son las 8:45. Como siempre.
Se sienta y, antes de ver los correos electrónicos almacenados en su bandeja de entrada de la empresa teclea www.hotmail.com.
Inicia su sesión:
4 mensajes nuevos.
Sonríe de medio lado al ver el remitente de los dos primero. Como siempre.

Mensaje 1
Asunto: Cuándo quedamos?

Me acosté pensando en ti y en aquello que me decías el otro día. Pensaba en cómo me desnudabas, en cómo me tocabas el pelo, en cómo acariciabas mi cuerpo… Me fascina lo sexy que eres, el misterio que te rodea, tu vida llena de sorpresas… Creo que sería buen momento para materializar todas las palabras, ¿no crees? Buenos días, me he levantado pensando en ti.

Mensaje 2
Asunto: Para ti
No hay texto sólo cuatro fotografías adjuntas. Fotos mal iluminadas, mal enfocadas… En ellas, una mujer de unos 40 años posa con descaro ante su propia cámara, desnuda, rozando la pornografía.
Responder: “Mmmmm, muy sexy. ¿Habrá segunda parte?”

Mensaje 3
Asunto:
Newsletter Mundo Deportivo

Mensaje 4
Asunto: Meetic te recomienda a…

Mira dos veces. Pincha inmediatamente sobre el link y la persona propuesta. Se rompe. Deja de gotear y se derrama.
34 años, castaña, hermosa, heterosexual, soltera, administrativa, madrileña, aficionada a los restaurantes japoneses. Busca pareja. Hermosa, muy hermosa, dolorosamente hermosa.
Lástima que ya esté casado con ella.

El grifo se abre estrepitosamente, caótico. Por primera vez.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Despedida, clara y concisa


Tecleas frente al ordenador mientras, a tu derecha, ves las primeras hojas del otoño -por fin- agitarse. Concentrada en acabar una presentación no eres consciente del repiqueteo de tus dedos sobre el teclado, sin música, sin relax, con una incipiente contractura en el cuello. No eres consciente de que estás sola, o no.
Las hojas se mueven, tiemblan, se oscurecen.
En menos de media hora, la tarde cambia su chaqueta marrón canela por un abrigo plúmbeo y sin intención de cambiar de vestimenta durante las próximas semanas.
"Adiós escotes; Hola medias/leotardos/bufanda".
Las hojas se mueven, tiemblan, se oscurecen.
Recibes un mensaje, de tu compañera de piso. "Llego en 10 minutos". Y lo lees de reojo mientras prosigues con la vigésima diapositiva de tu presentación sin atender a la hora, ni a ti, ni a aquello. Y empiezas a no discernir qué diferencias existen entre el B2B y el B2C porque lo que quieres es acabar y punto. Y con el punto... oyes la puerta de casa abrirse. Se abre sin arrastrarse, como si gravitara por el suelo. La rozadura polar te lleva a ser consciente de que no hay música, de que no hay relax, tan sólo una incipiente contractura en tu cuello te acompaña... estás sola.
Las hojas se mueven…
Se te antoja escuchar el sonido de unos pasos que poco a poco se aproximan.
“Saray, ¿ya has llegado?”. Y no recibes respuesta. “¡Saray!”, gritas esta vez.
No recibes respuesta.
Las hojas se mueven y ahora eres tú la que tiembla, la que se oscurece.
No sabes si oyes pasos, si hay alguien o no en casa… Nueve metros, lo que separa la entrada de tu cuarto…
Rastreas con tus ojos por la habitación qué tienes con lo que defenderte porque, poco a poco, el pánico se ha apoderado de ti, y sólo encuentras pinturas, folios, peluches… Una absurda habitación y tú sola, sola.
Los pasos se aproximan, suenan presentes o pluscuamperfectos, o eso te parece, ¿o es tu corazón? ¿O es el viento? ¿O son los de las obras de arriba –si es que hay obras-?
Coges el móvil. Pulsas la opción de rellamada. Lo acercas a tu oreja y tragas saliva tratando de recoger de tu boca algo que te quite la sed. Un tono, dos tonos, tres tonos… ¿Cuántos tonos habrá de la puerta de entrada de casa a tu cuarto?
Descuelgan. Ningún móvil con un politono delirante ha sonado cerca tuya. “Saray, ¿estás en casa?”.
“No, estoy saliendo del metro. ¿Pasa algo?”.
Te vuelves de porcelana. Quieres llorar, tal vez ya estés llorando. Y susurras, crees que susurrando te harás invisible.
“Creo que ha entrado alguien en casa. Estoy sola… se está aproximando….
Si me pasa algo, quiero que sepas, Saray,… que he pasado el aspirador, la fregona y te dejé la cena en el micro. Yo no he manchado nada”.