De NityaYang |
Puede ser que no fuera más que una
casualidad que, aquella misma mañana, en plena reunión, se le hiciera un tomate
en el calcetín por el cual, oscuro, silencioso e incómodo se le colaba el dedo
gordo del pie derecho. Y decimos que puede que después de todo se tratara de
una simple casualidad porque fue esa misma mañana que de camino al trabajo
encontró y recogió aquel pequeño e impoluto calcetín de bebé, a rayitas blancas
y rojas, tirado en el suelo del metro, el pequeño y flamante calcetín que le
cambiaría la vida.
En el transcurso de la reunión
pronto se hizo manifiesta la incomodidad que evidenciaba el comportamiento de
nuestro hombre. Su pie derecho se removía dentro del zapato como una lagartija
que intenta sacar la cabeza de un embudo. Se puso muy nervioso al sentir cómo
su dedo gordo se enfriaba y se dividía en dos partes irreconciliables, una
dentro y otra fuera del calcetín. “Si al menos hubiera una mesa de por medio
esta situación no resultaría tan violenta en medio de una reunión”, pensó. Su
incomodidad fue rápidamente evidente para todos. Primero, para uno de sus
compañeros que, no sólo lo miró interrogativo, sino también admonitorio;
después, para su jefe don Simón que le lanzó una mirada que lo dejó avergonzado
y abatido. Pero fue incapaz de recomponer la postura y de olvidarse de aquel
incómodo inquilino en que se había convertido su dedo gordo, que parecía
exigirle a gritos, a través de todos los nervios de su cuerpo, un remedio a su
situación. Como era de natural tímido, vacilante, poco dado a intervenir en el
curso de los acontecimientos, tuvo que reunir todas sus fuerzas para excusarse:
“Disculpen, si no les importa debo ir al servicio”. Carcajada generalizada,
muecas socarronas, bromas oportunas e ingeniosas –no vamos a negarlo- relativas
al tipo de lectura que debería llevarse al baño para no perder el hilo de la
reunión… Pese a todo, Don Simón respiró aliviado porque pensaba sinceramente
que su chico -aún lo llamaba así después de más de 20 años de leal servicio-
estaba dejando en muy mal lugar a la compañía con su manifiesto malestar
físico: “Dese prisa, por su propio alivio y el del resto”, manifestó Don Simón
con aquella proverbial indulgencia suya. Don Simón hablaba así, ampuloso y
artificial para sus concurrencias lo que solía hacer bastante gracia y hasta
caer bien.
Triste y humillado por la broma de
su jefe y las risitas de los reunidos salió de la sala con un inadvertible
cojeo, reuniendo toda la dignidad que le quedaba para abrir la puerta. Pensó
con amargura que hubiera sido mejor, más respetable, haber bromeado abierta y
públicamente sobre el tomate de su calcetín; una imagen, al fin y al cabo,
menos obscena que la que tenían todos en mente ahora de él, sentado en la taza
del váter. Así era nuestro protagonista: siempre veía lo conveniente pasados
los hechos. Su reflexión y aun su corazón iban un paso por detrás de su vida,
una vida en la que se había acomodado ordenadamente el polvo, un acorde, un
eterno titular.
Naturalmente, en vez de a los
lavabos se encaminó directamente a su despacho, donde dentro del maletín había
guardado su pequeño y encantador recién encontrado calcetín de bebé. Su plan:
meter el pie como fuera ahí dentro y ponerse encima su calcetín de trabajo
corriente, negro, ejecutivo y agujereado. Así, utilizando al pequeño calcetín
como parche, no le saldría el dedo como una burbuja y además no se notaría por
fuera. La solución parecía perfecta pero pronto, al sacarlo de la cartera y
observarlo diminuto entre sus manos, se dio cuenta de que no podría enfundarse
ese pequeño calcetín sino a riesgo de reventarlo. Se quedó paralizado
extrañamente enternecido por la suerte de ese inocente objeto textil a quien su
razón impulsaba a sacrificar en provecho de su propia comodidad. Pronto su
mente, siempre dubitativa pero adiestrada durante largos años en los asuntos
más prácticos de la vida, comenzó a cavilar: ¿Merecía la pena estallar esa
delicada y adorable prenda de bebé por embutir dentro ese huesudo pie adulto
suyo? ¿Compensaría su bienestar la destrucción de tan diminuta maravilla? Pero
no tenía tiempo para tantos miramientos. La reunión continuaba sin él unas
cuantas puertas más allá y casi seguro que estarían todos bromeando con que su
tardanza sería debida a motivos no tan insignes como estas, en verdad,
adorables meditaciones en que se veía inmerso. “¿Qué más da?, pensó. “Es solo
un calcetín. Cualquier tienda de ropa de bebé está repleta de ellos, calcetines
idénticos a este, emparejados en estanterías, multitudes de ellos producidos en
serie y repartidos por los supermercados”. Se rió de sí mismo, de su absurdo
sentimentalismo, y corrió las cortinas para que nadie que pasara lo viera
quitándose los calcetines. El tiempo apremiaba así que se descalzó sin
miramientos y arrancó la causa de su sufrimiento con tal decisión que se le
escapó un animoso “ole”. Notó cómo su pie desnudo recobraba su forma y
consistencia. Tiró el calcetín viejo al suelo, cogió el pequeño calcetín por su
apertura y, con toda la fuerza de sus pulgares, lo estiró hasta casi hacerse
daño. El calcetín resistía, era pequeño pero muy fuerte el cabrón, y por más
que lo estiraba no conseguía ni la mitad del diámetro necesario para meter
dentro el pie. Redobló sus esfuerzos: con su pie desnudo apoyado sobre la
rodilla contraria acercaba el orificio del diminuto calcetín mientras, casi
congestionado, apretaba y guturalmente acompañaba sus dedos dentro de la
prenda. Debía de estar haciendo más ruido del que imaginaba porque, desde la
sala de reuniones, escuchó algunas risas y comentarios relativos a “su sufrimiento”
y, pensándolo bien, cierta analogía existía entre sus “esfuerzos”. Paró. Fue
entonces cuando… “Snif, snif”. ¿Un sollozo? Sí, le pareció oír un sollozo que
provenía de… ¿el calcetín de bebé? Lo soltó con un respingo. Un poco asustado,
descartando tal posibilidad inmediatamente, achacó la confusión a uno de esos
feos silbidos pulmonares que padecía a veces. Así que lo recogió y siguió
estirándolo con todas sus fuerzas y de nuevo oyó el gemido, esta vez nítido,
como el llanto de un niño que, inequívocamente, salía del pequeño y tierno
calcetín ¿bebé? El quejido, ya evidente, primero lo paralizó, después lo asustó
y luego, como cualquiera imaginará, lo mantuvo durante un buen rato ocupado en
la ardua tarea de elaborar un razonamiento cabal para tan a todas luces
misterioso suceso. Y por lo tanto, como no podía engañarse acerca de sus
sentidos, como sabía que había oído el llanto del calcetín, algo físicamente
imposible, la única explicación alternativa que le quedaba era asumir que se
había vuelto loco. ¿Significaría su paranoia, su esquizofrenia o lo que fuera
aquello un vuelco trágico en su vida? Esperaba que se tratara solamente de un
brote o algo así, que fuera algo pasajero, o como mucho esporádico, que se le
pasara pronto para olvidarlo y no acabar en un centro psiquiátrico o señalado
por el vecindario –cosa que le desagradaba casi más–, pero no tuvo ninguna duda
de que, en mayor o menor grado, se había vuelto loco. Para no dejar rastro de
su locura volvió a guardar al pequeño en su maletín de trabajo con cierto mimo
y, un poco amargado por la reciente revelación, regresó a la sala donde se
celebraba la reunión. Había pasado casi media hora. El efecto que su entrada
produjo entre los reunidos fue prácticamente nulo. Don Simón y otros discutían
acaloradamente y ni siquiera hicieron un gesto cuando saludó al sentarse. Uno
de sus compañeros y uno de los visitantes, que parecían mantenerse al margen
del asunto de la discordia, hicieron el amago de levantar una simpática ceja al
verle pero pronto recobraron su rigidez. Ni siquiera le hicieron un gesto de
broma por su retraso en el baño por lo que el asunto debía ser serio –o él
menos importante como para acaparar la atención–. Se sentó y allí pasó un buen
rato meditativo, sin escuchar, profundamente ajeno a cuanto le rodeaba y
valorando si sería esquizofrenia o paranoia porque, aunque no sabía mucho del
tema, sí tenía claro que lo suyo no era ni psicosis ni neurosis.
El vozarrón de Don Simón lo sacudió
y sacó de su ensimismamiento cuando este se volvió, liquidado el punto que
habían tratado, y quizá para relajar tensiones con los clientes se dirigió a él
en tono irónico: “Pero hombre, buenos días. Es evidente que le está costando
hoy llegar al trabajo. Espero que haya tenido además el tiempo necesario para
lo suyo, le esperábamos ansiosos”. Su recién conocida enfermedad –pese a no
haber esclarecido aún su tipología– lo envalentonó y nuestro hombre se cruzó de
piernas y lo miró tranquilo, sin más réplica. Para alguien como Don Simón,
acostumbrado a mandar y atemorizar con su vehemencia, aquel gesto era una
desfachatez, una impertinencia y un desafío. Todos en la reunión juzgaron esa
imperturbable pose del empleado como una provocación ante la que el jefe debía
responder para hacer valer su mando: “No sé qué negocios se ha traído usted en
el váter, pero quizá le interese saber
que se ha dejado allí un calcetín”. Todos prorrumpieron en una olímpica
carcajada al ver el tobillo desnudo de nuestro héroe y fue cuando este,
avergonzado más que si la sala hubiera sido partícipe de su trastorno, se dio
cuenta de que siempre huía de las necesidades vitales, de las responsabilidades
emocionales. Siempre llegaría puntual a la oficina, recogería la goma de borrar
que quedara sobre su mesa, plancharía los cuellos de las camisas, iría por las
tardes a ver la novela con su madre… siempre sería un soldado entrenado para
obedecer sin rechistar pero nunca asumiría libremente la responsabilidad de
poner en sus manos la voluntad de otro. Y ahora que tenía la oportunidad de
cuidar y mimar a un ser indefenso, de dotar a su propia vida de consistencia,
riego y rumbo prefería tomarse por loco y correr asustado como un niño. ¡No,
otra vez no! Así que tragó saliva, miró a Don Simón a los ojos, por primera vez
en años, y rompió su irritante silencio levantándose cual ilustre hidalgo y
señalando a los presentes: “Don Simón, colegas… Los abandono por menesteres más
nobles. Un pequeño calcetín llora desconsoladamente en mi despacho y necesita
mi atención. Un bebé calcetín, para ser exactos”. Y, ante el murmullo socarrón
del grupo y la mirada atónita de su jefe, recogió tan solo su maletín de su
cubículo y se fue.
Salió a la calle y se sintió
vivificado, bendecido por la existencia. El mundo fuera de la oficina se había
convertido en un lugar lleno de posibilidades. Sacó del maletín al chiquitín y
lo puso en la palma de su mano: “No llores más, yo te ayudaré a buscar a tu
mamá”, susurró nuestro hombre al calcetín recién nacido mientras lo mecía para
que se tranquilizara, al fin y al cabo, después de haberlo querido ahogar con
su pie, tenía que ganarse de nuevo su confianza. Tenía mucho que hacer, sí.
Pero ¿por dónde empezar a buscar? ¿Cuánto le llevaría? Y mientras aparecía la
mamá del bebé, ¿qué le daría de comer? ¿Y si lloraba de nuevo y lo escuchaban los calcetines de las
tiendas de la franquicia Calcetón, pensarían que lo habría secuestrado? De
repente, se le ocurrió una idea genial: pondría un anuncio en el periódico y
pegaría carteles por todo el vecindario con una foto del precioso calcetín. Sí,
eso haría. Ni corto ni perezoso, ubicó al pequeño en un banco y empezó a
hacerle fotos con el móvil. Lo tomó en diferentes poses y desde distintas
perspectivas porque, como él mismo apreció, la separación de sus rayitas rojas
sobre su textura blanca le daba una personalidad que le diferenciaba del resto
de calcetines. El bebé parecía encantado e incluso se lo veía algo más colorado
que cuando lo encontró aquella mañana.
Tras colocar carteles en cada árbol
que encontró a su paso con el anuncio que elaboró en apenas unas horas acudió
al punto de la red de Metro donde había recogido al calcetín esa mañana, y se
sentó allí a esperar. Era digno de ver: un hombre impecablemente vestido de
traje gris con corbata a rayas y zapatos caros, con un maletín de cuero, todo a
juego, sentado en el pasillo del Metro acariciando a un pequeño calcetín y
cuchicheándole cosas con dulzura. La gente pasaba y se lo quedaba mirando
conmovida; otros, más asustadizos, guardaban cierta distancia al cruzar el
andén. También hubo algún desgraciado que, con mala uva, se quitó su calcetín y
se lo tiró a la cara llamándolo “pervertido”. Pero nuestro héroe no se inmutó.
Tampoco sentía hambre ni frío, ni sed ni calor. El día pasó, se escucharon
alejarse los pasos de los últimos viajeros y allí no acudió nadie a buscar al
pequeño. Pero no le importó ni le desalentó. Mantuvo su sonrisa de idiota –la
que se le quedó tras abandonar victorioso la sala de reuniones- hasta que,
entumecido, tuvo que levantarse de su asiento cuando un guardia de seguridad acudió
a echarlo.
Salió a la calle de noche y aspiró
el cielo místico y nocturno. Su felicidad era rotunda: había encontrado un
motivo por el cual luchar, alguien de quien cuidar y alguien a quien esperar.
No se podía pedir más a la vida: amor y aventura. Vagó por la ciudad bajo las
estrellas confiando en que el azar pondría en su camino a la mamá del pequeño
calcetín, que lo estaría buscando.
No fue hasta llegar a su casa,
haciéndose de día, que terminó el sueño de nuestro noble Don Quijote. En la
puerta del portal le esperaba una pareja de policías a quienes había enviado su
jefe y algunos vecinos porque “mantenía un comportamiento sospechososo”. Con
mucha amabilidad le preguntaron su nombre y departieron con él durante un rato.
Después le pidieron que él y su pequeño calcetín los acompañaran a la
comisaría. Y allí esperó hasta media mañana donde un psiquiatra lo examinó
desde el otro lado de una infinita mesa blanca. Lo escuchó enternecido, valoró
su estado y lo envió a una institución. Fue entonces cuando nuestro héroe supo
que efectivamente estaba loco, que el grado de su trastorno era algo bastante grave, que necesitaba
tratamiento y que no había en el mundo pequeños calcetines bebé que sollozasen.
Y una vez más se sometió sin mirar a los ojos, sin rechistar, sin asumir sus
necesidades emocionales y poniendo su voluntad en las manos de otro. Dicen que,
al cabo de un tiempo, se curó del todo y acabó tirando sin compasión el pequeño
calcetín a una papelera.
La misma madrugada de su detención,
otro calcetín ya viejo, ejecutivo y roto por el dedo gordo del pie fue
encontrado por la señora de la limpieza tirado sobre la moqueta de un despacho.
La señora lo recogió de mala gana y maldiciendo lo tiró también a la basura.
9 comentarios:
No merecía tal final ese pequeño guardían de historias :)
Y parece grande tu relato pero cabe en un momento muy bueno de lectura. Un abrazo y bienvenida!
Tiempo sin leerte. Alegría de ver tu estilo intacto. Es como volver a casa.
Hola Ota!! No creo que adivines quien soy ni en un millón de años!!! Veo que sigues tan... fascinante como siempre... Encontré este blog casi de casualidad!!! Un besazo. J.
Carlos, tienes toda la razón... en realidad, no era el final original de esta historia... ¿Cómo estás? Ya sabes que voy y vengo... Me falta disciplina, jo...
Aan, eres siempre tan linda... Te tengo abandonada, perdóname... Tengo tal jaleo que no me acuerdo ni de las claves para entrar en ningún lado... Este texto me parece muy serio... me estoy haciendo mayor...
Javi: ni idea de quién eres!!! Aparece!!!! MUAS
Me perece increíble que no te acuerdes de mí!!!?!?!? Y eso que casi trabajamos juntos!!! (o sin el casi...)
Muy interesante blog. Felicitaciones
wiki: El remolque, también conocido como acoplado o tráiler es un vehículo de carga no motorizado que consta como mínimo de chasis, ruedas, superficie de carga y, dependiendo de su peso y dimensiones, frenos propios. No se puede mover por sus propios medios sino que es arrastrado y dirigido por otro vehículo: desde camiones-remolque específicos hasta motos y bicis, pasando por turismos o tractores.
Mi pregunta: ?cual es diferencia entre:
Remolques para autos
remolques de coches
remolques para coches
me gusta tu blog.
dame un favor, soy un hobre que quiere ganar poquito en internet en tema de remolques.
no soy una robo... REMOLQUES
ponga porfa mi link. vas a tener un poco de satisfaccion ;)
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