jueves, 23 de junio de 2011

Perdón... ¡pieza!

Sólo hay dos cosas importantes a tener en cuenta si se quiere jugar al ajedrez. La primera: en el ajedrez no se mueven fichas, sino piezas. La segunda idea que se ha de tener presente es que hay dos escuelas del ajedrez y esto es así desde hace siglos.

Algunos se enfrentan a la partida con una precisión matemática, como si ésta fuera un enorme artilugio en el que todo lo que va a acontecer puede preveerse y controlarse lógicamente. Porque la lógica domina a la pasión y es así como uno puede adelantarse ocho o 10 movimientos a su adversario de tal modo que, inevitablemente, ganará. Los rusos son un poco así. Los Kaspárov y Kárpov pertenecen a esta escuela.

Luego están los que ven el ajedrez sintéticamente, los que intuyen la partida, la sienten ahí agazapada, sutil y mortal. De pronto ven la intención de por dónde quiere llevarlo el otro y se desmarcan haciendo movimientos inesperados que cambian por completo el mapa estratégico dibujado a priori por su adversario. Esto es el ajedrez-arte (creo que lo llaman así) y da lugar a partidas espectaculares, históricas, aunque no es tan habitual que ganen como los de la escuela analítica rusa. Los indios juegan así; también Bobby Fischer.

Si se piensa, el ajedrez es un poco como la vida misma. Los hay ‘campeadores’ (Juan Ramón) que saben planificar una vida a la medida. Otros van intentando hacer algo bonito, con más menos arte, no siempre con éxito pero siempre guiados por la excitación de lo espontáneo. Esa es la grandeza del ajedrez, de la vida.

Rodrigo jugaba al ajedrez pero no era tan bueno para atribuirle cualidades propias de una u otro escuela. Se limitaba a intentar ganar puteando a su oponente, sacarle de quicio, de sus casillas. No fumaba y lo hacía en momentos cruciales de la partida con la intención de crear una atmósfera oscura, al igual que se aparece una música perturbadora en las pelis de cine negro. Apuraba sus tiempos, ronzando la desesperación de su contrincante, aunque tuviera claro el movimiento de antemano. Le gustaba mirar al otro, ver en sus ojos esa mezcla de expectación y de “qué coño está haciendo este tío”. Sí, tenía una forma de jugar atroz. Cortázar odiaba el ajedrez precisamente por este tipo de cosas. Lo veía calculador y malvado, una pésima escuela de vida. Rodrigo, en cambio, no sabía jugar de otra forma. Empezó a sus treinta y tantos. Empezó como empezamos un poco todos: por una chica. Le gustaba esa chica y la única forma que se le ocurrió de conquistarla fue ganarla en su propio terreno. Lo intentó un par de veces; fracasó estrepitosamente en muy pocos movimientos. Esperó que ella moviera ficha (perdón, ‘pieza’) sin haber percibido tan siquiera que había perdido hacía ya un tiempo.

Sí, el ajedrez es un poco como la vida. Y hay que tener en cuenta sólo dos cosas si se quiere jugar.





* Por cierto, yo no sé jugar al ajedrez.

3 comentarios:

sonoio dijo...

uy nitya que hermoso texto que hermoso te pasaste!!!

un gran beso!!

NityaYang dijo...

Que hermoso saber de vos! Tengo muchos textos en una libreta de papel, sólo necesito encontrar los huecos para volcarlos al mundo 2.0 ;) Qué tal tú?

Anónimo dijo...

"Para quien lo sabe amar, el mundo se quita su careta de infinito.
Se hace tan pequeño como una canción, como un beso de lo eterno."
(Tagore).

Tagore era Indio, si hubiera jugado al ajedrez sería de la escuela del ajedrez-arte.

Hay dos maneras de ganar al ajedrez. Una, jugando (preferiblemente con blancas).
La otra, no jugando.

Tu no juegas, no?